viernes, 23 de julio de 2021

#elveranodemivida

 

El viernes 9 de julio, al alba, metí el equipaje en el maletero del coche y me puse en camino hacia Santander. El sol asomaba tímidamente sobre el horizonte, inundando las calles casi desiertas del barrio más castizo de Madrid. Cruce la ciudad mientras pensaba en lo que dejaba atrás, que no sólo se trataba de calles vacías. Sumido en mis pensamientos, sin darme cuenta, había tomado la M-30 rumbo al mar.

Todo me pesaba esa mañana de verano: la última llamada de mi editor en la que me decía que el borrador necesitaba "una vuelta”, lo que en realidad significaba que no había gustado absolutamente nada; las llamadas incesantes de la empresa que estaba organizando mi boda…, el anillo que llevaba en el interior del bolsillo de mi camisa…La nube negra que me acompañaba desde hacía unos meses volvió a cernirse sobre mí. Los colores del cielo que hacía instantes me parecían nuevos y los paisajes que desfilaban a mí alrededor típicos de tarjeta postal ahora resultaban insignificantes. Todo pesaba porque  “la mujer de mi vida” me había dejado a sólo tres meses de nuestra boda, tras quince años de noviazgo, seis de oposición y dos semanas después de haberse convertido oficialmente en notaria.

Al cabo de cuatro horas de trayecto llegué a mi destino. La residencia familiar, un edificio antiguo de cuatro plantas sin ascensor, en la que veraneaban mi madre y sus hermanas, que se encontraba muy cerca del Club de Tenis de La Magdalena; el sitio de mi recreo durante los veranos de mi adolescencia. Me recibió Pilara, la señora que había criado a mi madre y a mis tías primero, y después a mis primas y a mí. Era encantadora  y yo la quería casi tanto como a mi propia madre. De inmediato me sentí muy a gusto al sentir el contacto de sus manos entrelazadas con las mías y su mirada siempre impregnada de serenidad. Me dijo que ese día comerían todos en "el Magdalena", salvo mi abuelo.

Dejé las maletas en mi cuarto y fui a saludarlo. Con noventa y ochos años tenía una de las mentes más lúcidas y ágiles de las personas que conocía. Estaba sentado en uno de los amplios y majestuosos butacones de la terraza. Sobre la mesita que quedaba a su derecha libros y los periódicos de día. Como siempre llevaba puesta una camisa de manga larga,  sin remangar. El número no se le veía, pero yo seguía evitando mirar su brazo izquierdo encabezado por una letra y cinco dígitos. Intercambiamos un par de palabras, banalidades sobre el estado del tiempo y del mundo. Después de cinco minutos intensos en silencio, me despedí para poner rumbo al Club donde se encontraba el resto de la familia.

A la primera que me encontré fue a mi prima Beatriz.  Me estaba ayudando mucho con la ruptura y fue una de las razones por las que me convencí que pasar el verano en Santander era una buena idea. Estaba en la piscina.  Me recibió con una sonrisa esplendida y un abrazo que me hizo sentir bien de inmediato. Pasamos el resto de la tarde "filosofando" de la vida.  Me contó que estaba escribiendo un reportaje especial  para el periódico sobre los campos de concentración y que el abuelo le estaba ayudando. Me sorprendió que le hablara de “eso”. El asunto de Buchenwald, campo en el que estuvo preso,  tras ser denunciado, detenido y torturado era un tema tabú en la familia. Pero por lo que parecía  se  había decidido a abrir la “caja de pandora”. Pasaba la hora de la siesta, relatándole su experiencia como preso de la Alemania Nazi. Me animó a que me uniera a una de sus reuniones y eso hice.

Me incorporé en los antecedentes previos al campo: el abuelo había combatido con los partisanos de la Resistencia, se había afiliado al Partido Comunista de España y en 1943 fue deportado. De repente, las siestas se convirtieron en el aliciente de mis días, esperaba impaciente para ir corriendo a sentarme con ellos en los majestuosos butacones de la terraza.

Me dejaba maravillado que en sus palabras no hubiera un ápice de drama ni resentimiento. Su historia era fruto de la libertad de un hombre que se había jugado la vida por sus ideales. Durante las semanas siguientes su estancia en el campo, la liberación, la vida en la clandestinidad y el pulso contra el aparato represivo del franquismo se convirtió en una saga en miniatura que mi prima y yo seguimos con pasión;  nos suscitaba tal frenesí que según iban trascurriendo las semanas, la expectación iba in crescendo. Pero, como todo,  llegó el “final” de la historia y con ella el del verano.

Regresé a Madrid dos días después del final de una historia que no era solo suya; su biografía era un recorrido apasionante por las pasiones y los desastres que marcaron el siglo XX: la Resistencia, el campo de concentración, la clandestinidad antifranquista, la Transición,  la democracia española…

Durante el viaje de vuelta,  rememoré el relato,  saboreé mentalmente las tardes pasadas. La nube negra había desaparecido. No había olvidado a Clara, todavía me llevaría un tiempo, pero ya estaba en ello. Volvía ilusionado y con ganas de empezar de nuevo. La vida parecía que se trataba de eso, pasar al siguiente capítulo, vivir el momento, ser conscientes del tiempo presente...,  y quizás la felicidad, pensé, estaba más al alcance de lo que sospechamos. A lo mejor solo se trata de fusionar la rutina con la novedad que aparejan los días de verano. Somos animales de costumbres pero al mismo tiempo necesitamos del efecto sorpresa. Heráclito nos dijo que nunca nos bañaríamos dos veces en el mismo río.  Seguramente, ese jamás, sea lo que nos hace buscar lo que permanece, construir la falsa sensación de estabilidad.

Para mí, aquella tarde de finales de agosto, le felicidad fue llegar a casa, sano y salvo, sintiendo que dejaba atrás el verano de mi vida…

 

 

 

 

jueves, 21 de marzo de 2019

Pepita Mola

Descubrí a Pepita a través de la red social, Instagram. Recuerdo que al principio, no me apetecía entrar al perfil que su madre, Nini, había creado para dar a conocer al mundo lo maravillosa que era su hija pequeña, Pepita. Quizás me daba miedo; recientemente, había sido madre, e imagino que tenía las hormonas por las nubes, y en aquel momento todo lo relacionado con maternidad, bebés y crianza, me asombraba y espantaba a partes iguales. No sé cuándo fue decid la primera vez que me metí en el perfil de Pepita Mola, pero lo que sí recuerdo es que cuando entré y pinché en la primera foto, y en la siguiente, y en la siguiente, hasta llegar a la primera foto que se publicó, me arrepentí de no haber visitado mucho antes la vida de Pepita.


Nunca he tenido mucho contacto con ningún niño con Síndrome de Down, así que mi desconocimiento era absoluto sobre las personas que tienen ese trastorno genético ; para mí, el perfil de Pepita Mola, fue todo un descubrimiento. Es una niña lista, preciosa, cariñosa, pilla, independiente y muy graciosa. Tiene muchísimas cualidades, pero yo me quedo con lo feliz que hace a todos aquellos que tiene a su alrededor. Después de seguirla durante un año y medio, más o menos, me he dado cuenta del valor que tienen los niños y las niñas con capacidades especiales, y es que a diferencia de los que somos considerados como "normales" por los criterios de inteligencia que rigen nuestra sociedad, ellos no están capacitados para el mal en cualquiera de las versiones que lo maligno pueda expresarse y/o manifestarse.




Es cierto que a lo mejor Pepita nunca conducirá un coche, y habrá otros niños y niñas que no podrán vivir completamente solos, y tendrán que pasar la vida adulta en pisos tutelados, y tantas otras cosas más que ahora no se me ocurren, sin embargo, nunca harán daño a nadie. Pepita y todos los que tienen capacidades diferentes nunca serán capaces de engañar, maltratar, insultar, manipular y hacer sentir mal a las personas que tengan cerca o a las que simplemente se crucen en su camino. En nuestra sociedad hay cientos de cosas que están mal, que deberían cambiar o desaparecer directamente, pero si hay algo bueno de nuestro siglo es la evolución que ha tenido el tratamiento de las personas que poseen cualquier tipo de discapacidad.

Hoy con motivo del día dedicado a las personas que tienen una copia extra del cromosoma 21, ración doble de alegría, de cariño y de bondad, me he puesto a pensar en la suerte que ha tenido y tiene Pepita, de haber nacido en esta era, que apuesta por la inclusión y por la integración, y sobre todo, por haber ido a parar en una familia maravillosa, que donde otros ven tragedia, drama, miedo y negación, ellos, sus padres, sus tíos, sus abuelos y sus hermanos, han visto solo la oportunidad de ser inmensamente felices gracias a Pepita y todo lo que ella es capaz de transmitir con una sonrisa o un abrazo.



He visto algunas entrevistas que les han hecho a sus padres, Nini y Colín, y gracias a la actitud positiva, fuerte y alegre que han tenido a la hora de afrontar las capacidades diferentes de su hija, además de conseguir una felicidad que desconocían, también han llegado, sin pretenderlo,  a la gente de un modo tan radical, que a partir de Pepita Mola, han aumentado las adopciones de niños con Síndrome de Down en la Comunidad de Madrid. Escuchar algo así, es reconfortante y te hace seguir creyendo que nuestro mundo todavía tiene posibilidades, que siempre hay más gente buena que mala, y que con amor, incondicional y desinteresado, se puede llegar a sitios que uno no sabía ni que existían.



Me encanta ver a niños y niñas con Síndrome de Down y otras capacidades diferentes, perfectamente integrados en los distintos escenarios y espacios de nuestra sociedad, significa que al final no lo estamos haciendo tan mal...y que en el fondo todavía hay esperanza

Dia Mundial del Síndrome de Down


miércoles, 20 de marzo de 2019

Hola, buenas tardes. Me llamo Blanca Murcia Carazo. Estudié Publicidad y RR.PP, ya que, desde que mi memoria alcanza a recordar, siempre me he sentido atraída por el mundo de la comunicación en cualquiera de sus versiones. Al terminar la carrera, con las ideas más claras, tomé dos decisiones que creo marcaron el rumbo que tomó mi destino profesional, y que con el tiempo he comprendido estaban más relacionadas la una con la otra de lo que sospeché en el momento en el que decidí, uno, que el periodismo era el campo que más me atraía para desarrollar mi actividad profesional, y dos,  que después de las prácticas en la entonces Asociación de Periodistas de Murcia, ahora Colegio de Periodistas, haría el Máster del Profesorado en Educación Secundaria Obligatoria, por si acaso lo de escribir en periódicos o lo de hacer anuncios no iba tan bien como yo pensaba en aquel momento. 

El paso de los años y el transcurso de los acontecimientos, tanto en mi vida personal como profesional, me hicieron comprender, que la enseñanza no era mi plan B, por si aquello de la publicidad o el periodismo no funcionaban, era algo que se me daba muy bien y que me gustaba de verdad. Cada vez que escribía un artículo, sentía que necesitaba comprender esa realidad que estaba diseccionando, para después hacérsela entender a los demás. Este impulso me llevó a dar otro salto más en dirección a la enseñanza, y de repente, me vi, luchando por limpiar mi mente, dejarla en blanco, libre de prejuicios e ideas manidas, en pos de una mentalidad abierta a cualquier planteamiento, por disparatado o increíble que este fuera, para conseguir el bien más preciado del articulista o el periodista, esto es, la objetividad, el Santo Grial del informador o el formador, por encima de premios, laureles y reconocimientos.

Sin embargo, una vez conseguido, mi primer objetivo, artículos escritos sin rastro de mis consideraciones personales y mis juicios sobre el comportamiento de las personas o los hechos que analizaba, me tope con la cruda realidad, yo podía ser la articulista más imparcial del planeta digital en el que me hallaba, pero mis lectores, aquellos a los que me debía y por los que buscaba la verdad de las mentiras que dominan nuestra sociedad, no estaban por la labor ni de tener una mente neutral, pues tenían ciertas horas de vuelo acumuladas y las cosas muy claras, y sospecho, que ni de leer a una joven articulista, con infulas de escritora, que venía, ahora, a la vejez viruela, a descubrirles la nueva pólvora del siglo XXI, que la libertad, la verdadera democracia, se encontraba en nuestras conciencias, por encima de acciones y de hechos...

Después de meditar mucho el rumbo de mis pensamientos, el de mis lectores, y el de mi actividad profesional, sumados al hecho de mi reciente maternidad, acontecimiento que me hizo ver las cosas de un modo completamente diferente al que había tenido hasta el día en que me convertí en madre, comprendí muchas cosas, pero sobre todo, que las dos decisiones que había tomado al terminar la carrera, sobre el periodismo y la educación, habían sido acertadas, que no tenía por qué elegir entre la una y la otra, que podía quedarme con las dos para ofrecer lo mejor de mí a los demás, e intentar contribuir en la creación de mentes fuertes, abiertas, limpias, que no se dejan llevar por estereotipos o etiquetas...y entonces, entre esa amalgama de pensamientos, de descubrimientos, y de momentos definitorios, me di cuenta que el público que llevaba tanto tiempo buscando eran los niños...Sí, el lector de mis sueños, eran los niños y sus conciencias libres de cargos, a las que podía asomarme para decirles que a través de la educación y de la formación, podía hacer de ellas "almas" inteligentes, que saben pensar por sí solas, dotadas del suficiente conocimiento y criterio, para no dejarse llevar en su vida adolescente y adulta por manipuladores que les hicieran pensar o hacer cosas que en realidad ellos no querían decir o hacer.

Y así, con esa idea, que nada en las aguas del mar de la utopía, me matriculé en Magisterio de Primaria, con la mención en inglés, para uno, cumplir con mi objetivo de crear futuros ciudadanos libres, y dos, enfrentarme de una vez por todas al inglés, y conseguir dominar una asignatura que siempre se me dió bien, a la que he dedicado muchos años y tiempo de vida,  y a la que ahora me sentía, por fin,  preparada para dominar. 

Sin embargo, a pesar de que el inglés suponía mi principal reto, cuando empecé las prácticas en el colegio en el que estudié,  y en el que me he dado cuenta que pasé los años más felices de mi vida, en la clase que me asignaron para ejercer la mayor parte del tiempo las prácticas, conocí a una niña muy especial, con unas capacidades diferentes al resto de sus compañeras...No quiero poner detalles acerca de su edad, ni de sus capacidades especiales, ya que es una menor, y no creo que sea muy ético escribir sobre ella en un espacio público, al que puede tener acceso cualquiera. No obstante, sí quiero dejar claro, que desde que la conocí y comencé a realizar trabajos con ella para mejorar y potenciar sus cualidades, veo la discapacidad desde un punto de vista completamente diferentes al que tenía hasta hace unos escasos meses. Ahora, el mundo que veo a través de sus ojos todos los días, despojados de cualquier tipo de maldad, me hacen comprender la importancia de la intervención a una edad temprana, y sobre todo, de la educación inclusiva, de tratarlos como un alumno más, y no como pobres infelices, dignos de compasión, caridad y exclusión. Esa niña, no será un as de las matemáticas, pero a nivel moral, tiene mucho que enseñar a sus compañeras sobre humanidad y felicidad.

No sé qué más poner en este post de bienvenida, salvo que me encanta la idea de tener un blog sobre educación en el que no sólo pondré mis actividades correspondientes a las asignatura, además me encantará dar mi punto de vista sobre la formación del siglo XXI, desde la visión de ser una herramienta destinada a desarrollar las capacidades intelectuales, morales y afectivas de niños y niñas,  con independencia de sus habilidades, y centrarme en cómo podemos contribuir en la formación de personas para que sean adultos fuertes mentalmente, y por ende felices, capaces de controlar sus emociones y pensamientos, y no dejarse manipular por una sociedad que pretende crear mentes débiles, con escasa o nula tolerancia al esfuerzo y a la frustración, para poder ejercer cualquier tipo de control sobre ellos y ellas.