El viernes 9 de julio, al alba,
metí el equipaje en el maletero del coche y me puse en camino hacia Santander.
El sol asomaba tímidamente sobre el horizonte, inundando las calles casi
desiertas del barrio más castizo de Madrid. Cruce la ciudad mientras pensaba en
lo que dejaba atrás, que no sólo se trataba de calles vacías. Sumido en
mis pensamientos, sin darme cuenta, había tomado la M-30 rumbo al mar.
Todo me pesaba esa mañana de
verano: la última llamada de mi editor en la que me decía que el borrador necesitaba "una vuelta”, lo que en realidad significaba que no había gustado
absolutamente nada; las llamadas incesantes de la empresa que estaba
organizando mi boda…, el anillo que llevaba en el interior del bolsillo de mi camisa…La nube negra que me acompañaba desde hacía unos meses
volvió a cernirse sobre mí. Los colores del cielo que hacía instantes me
parecían nuevos y los paisajes que desfilaban a mí alrededor típicos de tarjeta
postal ahora resultaban insignificantes. Todo pesaba porque “la mujer de mi vida” me había dejado a sólo
tres meses de nuestra boda, tras quince años de noviazgo, seis de oposición y
dos semanas después de haberse convertido oficialmente en notaria.
Al cabo de cuatro horas de trayecto
llegué a mi destino. La residencia familiar, un edificio antiguo de cuatro
plantas sin ascensor, en la que veraneaban mi madre y sus hermanas, que se
encontraba muy cerca del Club de Tenis de La Magdalena; el sitio de mi recreo
durante los veranos de mi adolescencia. Me recibió Pilara, la señora que había
criado a mi madre y a mis tías primero, y después a mis primas y a mí. Era encantadora
y yo la quería casi tanto como a mi
propia madre. De inmediato me sentí muy a gusto al sentir el contacto de sus
manos entrelazadas con las mías y su mirada siempre impregnada de serenidad. Me
dijo que ese día comerían todos en "el Magdalena", salvo mi abuelo.
Dejé las maletas en mi cuarto y
fui a saludarlo. Con noventa y ochos años tenía una de las mentes más lúcidas y
ágiles de las personas que conocía. Estaba sentado en uno de los amplios y
majestuosos butacones de la terraza. Sobre la mesita que quedaba a su derecha
libros y los periódicos de día. Como siempre llevaba puesta una camisa de manga
larga, sin remangar. El número no se le veía, pero yo seguía evitando mirar su
brazo izquierdo encabezado por una letra y cinco dígitos. Intercambiamos un par
de palabras, banalidades sobre el estado del tiempo y del mundo. Después de
cinco minutos intensos en silencio, me despedí para poner rumbo al Club donde
se encontraba el resto de la familia.
A la primera que me encontré
fue a mi prima Beatriz. Me estaba
ayudando mucho con la ruptura y fue una de las razones por las que me convencí
que pasar el verano en Santander era una buena idea. Estaba en la piscina. Me recibió con una sonrisa esplendida y un
abrazo que me hizo sentir bien de inmediato. Pasamos el resto de la tarde "filosofando" de la vida. Me contó que estaba escribiendo un reportaje especial para el periódico sobre los campos de
concentración y que el abuelo le estaba ayudando. Me sorprendió que le hablara
de “eso”. El asunto de Buchenwald, campo en el que estuvo preso, tras ser denunciado, detenido y torturado era
un tema tabú en la familia. Pero por lo que parecía se
había decidido a abrir la “caja de pandora”. Pasaba la hora de la
siesta, relatándole su experiencia como preso de la Alemania Nazi. Me animó a
que me uniera a una de sus reuniones y eso hice.
Me incorporé en los
antecedentes previos al campo: el abuelo había combatido con los partisanos de
la Resistencia, se había afiliado al Partido Comunista de España y en 1943 fue
deportado. De repente, las siestas se convirtieron en el aliciente de mis días,
esperaba impaciente para ir corriendo a sentarme con ellos en los majestuosos
butacones de la terraza.
Me dejaba maravillado que en
sus palabras no hubiera un ápice de drama ni resentimiento. Su historia era
fruto de la libertad de un hombre que se había jugado la vida por sus ideales.
Durante las semanas siguientes su estancia en el campo, la liberación, la vida
en la clandestinidad y el pulso contra el aparato represivo del franquismo se
convirtió en una saga en miniatura que mi prima y yo seguimos con pasión; nos suscitaba tal frenesí que según iban
trascurriendo las semanas, la expectación iba in crescendo. Pero, como todo, llegó el “final” de la historia y con ella el del verano.
Regresé a Madrid dos días
después del final de una historia que no era solo suya; su biografía era un
recorrido apasionante por las pasiones y los desastres que marcaron el siglo
XX: la Resistencia, el campo de concentración, la clandestinidad
antifranquista, la Transición, la democracia española…
Durante el viaje de vuelta, rememoré el
relato, saboreé mentalmente las tardes
pasadas. La nube negra había desaparecido. No había olvidado a Clara, todavía
me llevaría un tiempo, pero ya estaba en ello. Volvía ilusionado y con ganas de
empezar de nuevo. La vida parecía que se trataba de eso, pasar al siguiente
capítulo, vivir el momento, ser conscientes del tiempo presente..., y quizás la felicidad, pensé, estaba más al alcance de lo que
sospechamos. A lo mejor solo se trata de fusionar la rutina con la novedad que
aparejan los días de verano. Somos animales de costumbres pero al mismo tiempo
necesitamos del efecto sorpresa. Heráclito nos dijo que nunca nos bañaríamos
dos veces en el mismo río. Seguramente,
ese jamás, sea lo que nos hace buscar lo que permanece, construir la falsa
sensación de estabilidad.
Para mí, aquella tarde de finales de agosto, le felicidad fue llegar a casa, sano y salvo, sintiendo que dejaba atrás el verano de mi vida…


